¿Existe el Libre Albedrío?
Estamos condicionados por miles de pensamientos aprendidos desde la infancia.
Por eso es recomendable parar el dialogo interno, aquietar la mente, que nos confunde.
Conectarse con el corazón, con nuestra
verdadera esencia y con Dios, es la verdadera libertad, a pesar de tanto
paradigma adquirido, y de los estimulos externos de esta vida
“moderna”.
Ser coherentes en el SER, HACER Y TENER, es la felicidad aquí y ahora.
Cuando te das cuenta que todo coincide,
descubres la sincronicidad: nada es casualidad. Depende de tu vibración
lo que atraes y las experiencias según lo que necesite aprender su ser
en un 90% de las veces, el otro 10% es accidente o son pruebas para
superar la adversidad, no depende de nosotros, simplemente sucede…
Si te roban dinero, tu libre albedrío es
como reaccionas ante ese evento: ¿te sientes una victima?, ¿te quejas?,
¿te enojas?, ¿fluyes y aceptas que esta fuera de tu control?, si solo
se llevan dinero y sigues vivo ¿agradeces tu vida y que el dinero
siempre regresara a ti?
Ver el lado bueno de la adversidad es usar el poder de elección, mas allá de las circunstancias externas.
Bendiciones y luz en su camino.
¿EXISTE EL LIBRE ALBEDRIO?
Intente no pensar en un oso blanco.
Inténtelo con ganas: no piense en un oso blanco. ¿A que no puede
evitarlo? Este es el experimento al que sometió a sus alumnos Daniel
Wegner, un profesor de psicología de Harvard. Después les pidió que
hablaran durante cinco minutos sobre cualquier cosa que se les
ocurriera. “Mencionaron un oso blanco enseguida”, comenta Wegner. “Si
después les pedía que pensaran en cualquier cosa, mencionaban más veces a
un oso blanco que a los que les dije que pensaran en él”. Un
experimento tan sencillo como éste nos revela lo difícil que resulta
cumplir con lo que consciente y libremente hemos escogido.
El libre albedrío, que viene a ser la
relación entre nuestros pensamientos y nuestras acciones, es una
posesión muy querida. E, irónicamente, es lo primero que intentamos
sacudirnos de encima para exculparnos de ciertos actos, por supuesto
negativos. También resulta curioso cómo ponemos el grito en el cielo por
cualquier alusión a un determinismo biológico –no nos gusta que nos
digan que parte de lo que somos se encuentre en los genes- pero
aceptamos con agrado el determinismo ambiental que pulula por
telediarios, consultas de psicoterapeutas y juzgados. Lo usamos como
excusa de todo: nuestras malas acciones son causa de los malos tratos en
la infancia, de la pornografía, del alcohol, las drogas, las letras de
ciertas canciones…
La revista New Yorker publicaba hace
unos años una viñeta donde una mujer decía ante un tribunal: “Es verdad,
mi marido me pegaba por la infancia que tuvo; pero yo le maté por la
que tuve yo”. En los juicios, los famosos atenuantes que alega la
defensa son legión. En 2007 el abogado de Ricardo, un hombre que disparó
dos cargadores sobre un conductor por atropellar levemente a su hija,
adujo que padecía una “patología psicológica grave” desde pequeño,
derivada de que presenció el atropello mortal de un hermano suyo. Este
hecho, señalaba el abogado, había marcado su vida “y pudo influir en su
actitud cuando vio a su hija tendida en el suelo”. ¿Dónde queda aquí el
libre albedrío?
El experimento del oso blanco de Wegner
–que se ha repetido hasta con animales imposibles como un conejo verde-
se engloba en lo que se conoce como supresión del pensamiento, dejar de
tener en la mente ciertas ideas. Como técnica de control mental, puede
crear obsesiones. Dicho de otro modo: si nos pasamos el día apartando de
nuestra mente la idea de comida porque estamos a dieta, no dejaremos de
pensar en ella. Es mucho peor que tenerla todo el día en la cabeza:
“Puedes llegar a cansarte si piensas siempre en algo. Intentar no
hacerlo es lo que lo mantiene en nuestra cabeza”, sentencia este físico
metido a psicólogo que colecciona gafas con narices y mostacho de
Groucho Marx. Nuestra libertad de acción con lo que sucede dentro de
nuestro cerebro no es tan amplia como creemos. Y al parecer, tampoco la
tenemos fuera.
En 1983 Benjamin Libet y sus colegas de
la Universidad de California en San Francisco realizaron un peculiar
ensayo. Los participantes debían observar un reloj cuya manecilla daba
una vuelta completa cada 2,56 segundos. Mientras estaban atentos a la
manecilla, eran libres de flexionar la muñeca en el momento que
quisieran. Lo único que debían hacer era tomar nota mentalmente de la
posición de la manecilla cuando decidían mover la mano. En otra variante
del experimento, los sujetos debían estimar en qué momento habían
movido realmente la mano. Por su parte, Libet medía con electrodos la
actividad eléctrica en las áreas motoras del cerebro –lo que se llama el
potencial de alerta- y en los músculos implicados en el movimiento de
la muñeca. Dicho de otro modo: podía determinar cuándo el cerebro
mandaba la señal a los músculos para actuar y cuándo éstos se ponían en
marcha.
Libet encontró que, como era de esperar,
el deseo de mover la mano aparecía antes de que el sujeto tuviera
conciencia subjetiva de que había realizado el movimiento. Sin embargo,
la sorpresa surgió cuando descubrió que la preparación nerviosa real
para el movimiento, el potencial de alerta, aparecía entre 0,3 y 0,5
segundos antes de que el sujeto decidiera conscientemente que quería
mover la mano. Según los psicólogos S. S. Obhi, de la Universidad de
Ontario Occidental, y P. Haggard, del Colegio Universitario de Londres,
especialistas en acción y percepción humanas, “el sentimiento de
intención puede ser efecto de la actividad de preparación motora del
cerebro y no una de sus causas”.
El experimento de Libet fue el primer
impacto en la línea de flotación del libre albedrío. Los realizados
desde entonces demuestran que el cerebro va por delante de nuestra
intención consciente a la hora de realizar un movimiento; sale con
ventaja antes de sentir que hemos decidido hacer algo. Aún más, los
experimentos de Libet muestran que creer que estamos empezando a mover
la mano empieza 86 milisegundos antes de que realmente suceda. Para este
psicólogo el cerebro responde a los estímulos exteriores y la
consciencia es la forma que tiene de racionalizar las acciones que ya ha
decidido realizar. Esto no quiere decir que no ejerzamos ningún control
sobre ellas: podemos modificar las que están en marcha. Así, Libet
sustituye el libre albedrío por la libre censura: el cerebro propone y
la mente dispone.
El problema no puede ser más
interesante: Si no estamos al tanto de lo que hacemos cuando lo estamos
haciendo ¿qué percibimos? Es más, ¿cómo surge la idea de que controlamos
nuestras acciones? Para estudiarlo Wegner diseñó, junto a Emily Pronin
de Princeton, un experimento vudú. Un voluntario realizaba la clásica
maniobra de pinchar con agujas un muñeco mientras su ayudante, otro
voluntario que secretamente estaba conchabado con los investigadores, o
bien mostraba desagrado o apoyaba efusivamente la acción.
Como en todo vudú que se precie, al cabo
de un rato la víctima empezaba a decir que sufría dolor de cabeza. A
partir de este momento, en el caso en que el ayudante se mostraba en
desacuerdo, el hechicero tendía a responsabilizarse del dolor de cabeza.
Es un claro ejemplo de pensamiento mágico y supersticioso, como creer
que por usar cierto bolígrafo se aprueba un examen. Estamos ante lo que
se llama una ilusión de control. ¿Pasa lo mismo con el libre albedrío?
Para Wegner la situación es clara. Percibimos dos situaciones, el
pensamiento y la acción, y nuestro cerebro une los puntos
independientemente de que exista una relación causa-efecto. El cerebro
la asume y punto.
Otro descubrimiento llamativo es que
nuestro cerebro percibe más próximos en el tiempo de lo que en realidad
están el acto de volición consciente y la acción. Esto lo probó Patrick
Haggard con un peculiar experimento. El voluntario debía pulsar con la
mano izquierda un botón. Al hacerlo se disparaba una estimulación
magnética transcraneana que le producía un tic en el índice de la mano
derecha. Mirando un reloj el voluntario debía fijarse cuándo pulsaba el
botón y cuándo sentía el tic. En otra tanda de experimentos la
estimulación magnética la provocaba una palanca accionada por un motor
que obligaba al voluntario a pulsar el botón de manera involuntaria.
Pues bien, el intervalo de tiempo
transcurrido entre pulsar el botón y aparecer el tic era percibido de
forma distinta en el caso de que la pulsación fuera voluntaria o
involuntaria. Si creemos que hemos decidido nosotros, la causa y el
efecto son percibidos como temporalmente más cercanos. ¿Será que el
cerebro crea una intensa sensación de asociación temporal entre nuestros
deseos y las acciones subsiguientes? ¿Querrá así afianzar la idea de
nuestra responsabilidad consciente en esa acción?
Para Wegner el sentimiento del libre
albedrío requiere, primero, ser consciente de que las intenciones
preceden a las acciones; segundo, que las intenciones han de ser
consistentes con las acciones y, tercero, no ha de haber otra causa
perceptible de la acción. Para comprobar que estos tres requisitos
bastan para provocar la ilusión de control en las personas Wegner diseño
otro experimento peculiar. Dos sujetos debían desplazar el cursor sobre
la imagen de uno de los objetos presentados en la pantalla del
ordenador al oír el nombre correspondiente. Pero lo que uno de ellos no
sabía es que era el otro quien movía su cursor. Pues bien, si la palabra
relevante, por ejemplo pan, la escuchaba entre 1 y 5 segundos antes de
moverse el cursor hacia la imagen, creía que él lo había movido. Pero si
se la escuchaba 30 segundos antes o un segundo después, no existía esa
falsa sensación de control. La moraleja es que el cerebro decide que es
el causante de lo sucedido después de realizar una acción. No obstante,
otros trabajos indican que para que surja esa sensación de control tanto
las acciones como sus efectos deben coincidir con las intenciones del
sujeto. Si no es así, la ilusión de control desaparece.
Todos estos resultados hacen pensar a
muchos científicos que el libre albedrío no es más que un espejismo
creado por el cerebro. Mark Hallett, del National Institute of
Neurological Disorders and Stroke, dice: “El libre albedrío existe, pero
es una percepción, no una fuerza rectora. La gente experimenta el libre
albedrío. Creen que son libres. Pero cuanto más escudriñas, más te da
cuenta de que no lo tenemos”. A los investigadores como Wegner no les
interesa decidir si existe o no, sino por qué creemos que lo tenemos.
Sus experimentos le indican que nuestro cerebro está programado para
creer que si pensamos en algo, ese algo va a suceder; nos hace creer que
controlamos nuestras acciones.
Para ilustrar este punto veamos qué
sucedió cuando Wegner llevó al laboratorio un número clásico de los
cómicos. Una persona, delante de un espejo, viste un traje, pero son los
brazos de otra persona situada detrás los que pasan por las mangas. Lo
curioso es que si lleva puestos unos cascos que le predicen un momento
antes cómo se van a mover los brazos, aparece en el sujeto una sensación
de control sobre ellos. El cerebro, automáticamente, asumía que
controlaba esos brazos.
¿A qué conclusión nos llevan todos estos
trabajos? Suponiendo que existiera el libre albedrío, no hay manera de
distinguir cuándo nuestras acciones responden a nuestros deseos (por
ejemplo, estirar la mano para coger una galleta) de aquellas en las que
se trata de una ilusión. Si nuestro cerebro es incapaz de diferenciar
ambas, ¿Cómo podemos estar seguros de que existe el libre albedrío? ¿Es
siempre esta sensación de control una quimera? No lo sabemos. Wegner
compara la elección consciente con un mago realizando su espectáculo.
Aparentemente, los efectos que realiza el ilusionista son causados por
el movimiento que percibimos de sus manos, pero no es así. Ahí algo más
que no vemos y es la verdadera causa. Del mismo modo, la simple decisión
consciente de hacer algo no tiene por qué ser la causa de que lo
hagamos.
Tanto si es una ilusión como si no, la
noción de libre albedrío es útil y adaptativa, esto es, da ventaja
evolutiva. Lo necesitamos para vivir; el mundo no tendría sentido para
nosotros si creyésemos que los comportamientos de los demás no
estuviesen causados por ellos mismos. Diversos investigadores, como
Elizabeth Spelke de Harvard, en experimentos con bebés con tan solo unos
pocos meses, han demostrado que poseen diversas habilidades mentales,
como estimar si hay muchos o pocos objetos en una imagen, o que tienen
(o creen tener) algo parecido a una noción de libre albedrío.
Sin embargo no todo está perdido. En
2007 Bjorn Brembs, de la Universidad Libre de Berlín parece haber
encontrado la tabla de salvación en una de las mejores amigas de los
biólogos, la mosca de la fruta. Los animales, y particularmente los
insectos, suelen compararse con robots que solo responden a estímulos
externos. ¿Qué pasaría si no los tuvieran? Para explorarlo Brembs colocó
la mosca en una habitación blanca, sin ningún tipo de pista visual.
En lugar de volar siguiendo un patrón
totalmente aleatorio, como el ruido blanco de una radio no sintonizada,
“el análisis de los datos descubrió una variabilidad en las elecciones
de la mosca que revelaba una firme componente no-lineal, propia de los
procesos biológicos”: el cerebro de la mosca iba generando
espontáneamente un plan de vuelo predeterminado. “La decisión de torcer a
la izquierda o la derecha de la mosca, que cambiaba todo el tiempo,
provenía del cerebro”, dice. ¿Ha encontrado una base biológica para el
libre albedrío? Brembs lo cree así. Para él es una función básica del
cerebro. “No hemos demostrado que exista el libre albedrío, sino que
puede existir”, sentencia George Sugihara, el matemático del The Scripps
Institution of Oceanography de la Universidad de California en San
Diego que analizó los datos. “Hemos eliminado las dos propuestas
clásicas contra el libre albedrío: la aleatoriedad y el determinismo
puro”. Esto no implica, por supuesto, que la simpática mosca tenga
conciencia.
Otro golpe al anti-libre albedrío ha
venido de la Facultad de Psicología de la Universidad de Queensland,
Australia. Allí los trabajos desarrollados en 2007 por Derek Arnold
sobre cómo enfermedades como el autismo, la esquizofrenia o la dislexia
modifican la percepción del tiempo, ponen en duda una cuestión que
subyace a los experimentos de Libet y compañía: la percepción subjetiva
del paso del tiempo. Arnold ha descubierto que detectamos los grandes
cambios más rápidamente que los pequeños. No sólo eso, también nos
parece que tienen lugar antes que los cambios pequeños. “La magnitud del
cambio tiene un mayor impacto en la percepción del tiempo transcurrido
en una secuencia de hechos (timing) que en la capacidad para detectar
ese cambio”, comenta Arnold. Dicho de otro modo, somos conscientes de
que algo ha cambiado (por ejemplo, si hemos tenido un tic) cuando
estamos seguros de ello, no cuando lo detectamos por primera vez.
¿Qué implica este descubrimiento sobre
el libre albedrío? Los experimentos de Libet parten de una suposición
básica: tenemos un acertado sentido del timing. Pero los experimentos de
Arnold sugieren todo lo contrario. “Somos conservadores; nuestra
valoración del timing refleja cuándo estamos seguros de la detección, no
de cuándo lo detectamos por primera vez”. El retraso encontrado por
Libet puede estar relacionado con este hecho: no nos fijamos en la hora
del reloj cuando decidimos por primera vez mover la mano, sino cuando
estamos convencidos de que lo hemos decidido. “Somos responsables de
nuestras decisiones –dice Arnold-. Simplemente no estamos muy seguros de
cuándo las hemos tomado”.
En dos experimentos recientes, los
psicólogos Kathleen Vohs de la Universidad de Minnesota y Jonathan
Schooler de la Universidad de Columbia Británica han puesto a prueba el
efecto que tiene creer en el libro albedrío sobre nuestro comportamiento
ético. Para ello, propusieron a varios estudiantes realizar un examen
de matemáticas ante un ordenador, pero se les advertía que el programa
no funcionaba del todo bien porque a veces las respuestas aparecían en
la pantalla. Para evitar verlas debían presionar la barra de espaciado
tan pronto como asomaran. En definitiva, se apelaba a la honradez de los
estudiantes. Previo al examen se les habían dividido en dos grupos. A
uno se les había entregado un texto donde se afirmaba que estaba
científicamente demostrado que el libre albedrío era una ilusión, un
efecto espurio de la química cerebral. A la otra mitad no se les dijo
nada. ¿Qué grupo copió más en el examen? El primero. En un segundo
ensayo los psicólogos dieron a sus estudiantes un test cognitivo muy
difícil. Debían resolverlo sin ayuda y al final les cantaban las
respuestas para que se autocorrigieran. Por cada acierto podían
levantarse y coger un dólar de un sobre situado en el otro extremo de la
habitación. Aquellos que creían en el libre albedrío fueron más
reticentes a autorregalarse el dólar.
Ahora bien, para estos investigadores
sus resultados no son generalizables ni explican nuestras formas de
conducta éticas, mucho más importantes que el mero hecho de copiar en un
examen. Sin embargo, muchos creen que si no existe el libre albedrío
nos dedicaríamos a hacer lo que quisiéramos por obra y gracia del mantra
“qué importa”. No tiene por qué ser así, del mismo modo que no creer en
un ser superior deviene en una falta de moral absoluta. ¿No es más
probable que dudar de la existencia del libre albedrío nos sirva para
proporcionar una excusa ante los demás por haber hecho lo que nos dio la
gana? Dice un viejo aforismo que el carácter es hacer aquello que debes
hacer aún sabiendo que puedes hacer cualquier otra cosa. El problema
fundamental se encuentra, como apunta el psicólogo Steven Pinker, en que
acabamos confundiendo explicación con exculpación. ¿Saben que es lo más
curioso? Sea el libre albedrío una ilusión o no lo sea, todo seguiría
como hasta ahora.
Fuente: Sincro Destino 2012
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