Tiempo Sagrado
Tiempo en espiralMarc Torra«El tiempo es como una espiral que va creando círculos, los cuales no nos rigen pero sí nos influencian. Entre tales ciclos encontramos un equivalente al año, a las estaciones que este define, al mes, al día e incluso a la hora. Veamos, pues, cuáles son tales ciclos.»
HAN EXISTIDO Y aún existen culturas que
reconocen la ciclicidad del tiempo, según la cual el pasado se repite
aproximadamente; pero sin ser exactamente igual. Entre tales culturas se
cuentan: la andina, la hindú y la anáwak (olmeca, maya, tolteca, azteca, zapoteca,…). Esa
circularidad del tiempo la vemos expresada en su lenguaje, que es el
que suele aportarnos la mejor radiografía de una cultura; pues, a
diferencia de la historia, que sí puede ser manipulada, el lenguaje no
engaña. Por poner algunos ejemplos:
- En quechua, idioma de los Andes, se utiliza la misma palabra para referirse al “año pasado” o al “año más distante en el futuro” pues esencialmente estamos hablando de lo mismo. El término es «kunan wata».
- En hindi se utiliza el mismo vocablo para decir ayer o mañana. Para ambos conceptos se utiliza el término «kal», palabra que procede del sánscrito «kala» y que significa simplemente tiempo, independientemente de si lo proyectamos hacia adelante o hacia atrás.
- Un refrán nahuatl dice: «Así como fueron las cosas, así volverán a ser, en algún sitio, en algún momento. Quienes ahora viven, otra vez vivirán». (Códice Florentino VI).
El tiempo se transforma así en la otra
cara del espacio, en su expresión dual, conservando sus mismas
propiedades. Esto nos permite recorrerlo en círculos «kunan wata», hacia
adelante y hacia atrás «kal», para volverlo a vivir, es decir, visitar
de nuevo un mismo instante.
Sin embargo, también hubo y aún hay
culturas que nunca llegaron a separar tiempo y espacio, ni tan siquiera
conceptualmente. Me estoy refiriendo a los aborígenes australianos. En
ninguna de las aproximadamente 500 lenguas que se hablaban en Australia
cuando llegaron los europeos existían los conceptos de pasado o futuro. De hecho, en ellas ni siquiera existía el concepto de tiempo. Ellos conservaban la sabiduría de los niños, quienes viven constantemente en el aquí y el ahora y no en el mañana ni en el ayer. Y cuando no están hablando de ese aquí definido por la realidad que nos rodea, es que se hallan en el «Dreamtime» o el tiempo de sueño: un lugar en el que pasado, presente y futuro
coexisten y se funden, o mejor dicho, en el que nunca fueron
conceptualmente separados. Para ellos, los sueños acontecen en la
realidad de los ancestros (Dreamtime), mientras que nuestra realidad viene configurada por el sueño de los ancestros. El aquí está siendo soñado desde el allí.
Entonces, cuando ellos se desplazan por aquello que nosotros llamamos
pasado o futuro, consideran simplemente que están cambiando de sueño,
como quien cambia el canal del televisor para ver una película histórica
o una de ciencia ficción.
De todas las culturas mencionadas
podemos aprender algo. De aquellas que florecieron en los Andes, el
Himalaya y Mesoamérica podemos aprender que el tiempo se rige por
ciclos. Estos ciclos definen acontecimientos casi seguros y sus
probables efectos. Son como el día y la noche, que se alternan con gran
certeza para ir definiendo nuestro comportamiento más probable: que nos
vayamos a dormir al caer la noche para despertarnos al amanecer. Sin
embargo, nuestro libre albedrío nos permite mantenernos despiertos toda
la noche. De ahí que los ciclos influencien pero no rijan.
De las culturas que florecieron en
Australia ? la tierra más antigua del planeta ?, podemos aprender que
cada fase del ciclo no delimita un periodo temporal, sino un sueño. Para
ellos, el tiempo avanza al compás de nuestro caminar por el paisaje del
sueño colectivo de la tribu, de una nación o de toda la humanidad. El
tiempo avanza; pero también se repite en la medida en que regresemos a
parajes ya conocidos.
Muchas de las culturas que percibieron
la espiral formada por el tiempo y el espacio también reconocieron ese
sueño colectivo o de consenso. En el Himalaya se lo llamó maya, y entre los mayas mitote. De todas ellas vamos, pues, a aprender algo. Vamos a aprender:
- cuáles son los ciclos que rigen la conciencia colectiva de la humanidad;
- cómo dichos ciclos se dividen en fases o estaciones, para determinar aquello que la conciencia colectiva busca o necesita aprender en cada instante;
- cómo, a su vez, esas estaciones se fragmentan en meses, los cuales afectan a los símbolos arquetipales utilizados para canalizar e integrar emocionalmente tales experiencias;
- cómo los meses se fragmentan también en días, definiendo el día y la noche de las culturas; y finalmente
- cómo esos días se componen de horas, para delimitar el instante preciso del alba y el ocaso de cada nuevo día.
CUANDO NOS TRASLADAMOS del tiempo
mundano al tiempo sagrado, los años solares se convierten en años
platónicos de aproximadamente 26.000 años. Constituyen el llamado ciclo
de precesión de los equinoccios. A causa del movimiento de precesión,
las constelaciones que aparecen a una hora determinada en un día
concreto del año se van desplazando, completando un giro cada 26
milenios. Se cree que tal movimiento se debe al vaivén del eje
terrestre, el cual no solo gira sobre si mismo cada 24 horas, sino que
también se desplaza como una peonza.
- al giro del Sistema Solar sobre su eje, o
- a la órbita descrita por nuestro Sol en relación a otra estrella, constituyendo lo que se llama un sistema binario.
La primera explicación asemejaría la
precesión de los equinoccios a la rotación diaria de la Tierra sobre su
eje, pero aplicándola al sistema solar en su conjunto. La segunda la
asemejaría a la órbita de la Tierra alrededor del Sol, la cual define el
ciclo anual, pero de nuevo aplicado a todo el Sistema Solar.
Independientemente de cual sea su causa, lo que está claro es que existe
un tercer ciclo, a parte del diario de 24 horas y del anual de 365
días. Constituye un ciclo que, como los dos anteriores, tiene un
profundo efecto sobre nuestro medioambiente y sobre nuestro
comportamiento como seres humanos. A tal ciclo lo llamo el «año
sagrado». Otros lo llaman año platónico o gran año.
Las estaciones sagradas
EL AÑO SAGRADO define cuatro puntos,
equivalentes a los dos equinoccios y dos solsticios del año solar. Estos
puntos marcan el tránsito por las estaciones de la consciencia del ser
humano y se hallan separados aproximadamente por 6.500 años. Esa
cantidad de años define los límites de nuestra memoria histórica.
El primer equinoccio marca el fin del
invierno e inicio de la primavera de la consciencia. El segundo marca el
fin del verano e inicio del otoño. Según el sistema occidental, el
tránsito del invierno a la primavera de nuestra consciencia se da cuando
el 21 de marzo (equinoccio vernal del año solar) la constelación de
Acuario amanece por el horizonte, y el tránsito del verano al otoño de
la consciencia acontece cuando en esa misma fecha el sol amanece frente a
la constelación de Leo.
Los solsticios, por el contrario, marcan
el inicio del invierno de la consciencia, momento en el que el ser
humano se sumerge en su máximo grado de materialismo; y el inicio del
verano de esa misma consciencia colectiva, durante el cual reina la
espiritualidad. Así, entramos en el invierno cuando el 21 de marzo el
sol amanece frente a la constelación de Tauro, y en el verano cuando lo
hace frente a la constelación de Escorpio.
Habrán aquellos que se pregunten porqué
justamente son estas cuatro constelaciones las que definen el tránsito
entre una estación del año sagrado y la siguiente. Una primera forma de
responder a tal pregunta sería argumentando que tales constelaciones
constituyen los llamados signos fijos del zodiaco. Son fijos dado que
marcan los solsticios y los equinoccios del año sagrado. Por ello no
debe sorprendernos que las mencionadas cuatro constelaciones aparezcan
tres veces en la Biblia (Ezequiel 1:10, Ezequiel 10:14 y Apocalipsis
4:7). Ello también explica porque la cruz cósmica del 11 de agosto de
1999 marcó un momento clave en la evolución de la consciencia. Muchos
fuimos los que despertamos por esas fechas.
También debe tenerse en cuenta que la
precesión, tal como su nombre indica, constituye un movimiento
retrógrado, un movimiento hacia atrás. Es por ello que las cúspides
precesionales no están localizadas a principios del signo (0º) sino al
final del mismo (30º). Están localizadas entre Leo y Virgo, Tauro y
Géminis, Acuario y Piscis, y finalmente entre Escorpio y Sagitario.
Sin embargo, ello aun no responde a la
pregunta formulada de porqué esos cuatro puntos y no otros. Para
responderla debemos considerar cuándo empieza el verano en el año solar.
El verano se inicia en un hemisferio dado cuando esa mitad del planeta
está lo más ladeada posible hacia el Sol. Así, el tránsito del Sol por
0º Cáncer, significa que éste se halla justo perpendicular al trópico de
Cáncer, marcando el inicio del verano en el hemisferio norte. Y cuando
transita por 0º Capricornio, es que está en su paso cenital por el
trópico de Capricornio, marcando el inicio del verano en el hemisferio
sur. Mientras que los dos equinoccios tienen lugar cuando el Sol
transita justo por encima del ecuador.
De manera similar, el verano del año
sagrado empieza cuando el 21 de marzo (0º Aries tropical) el Sol de
nuestra Galaxia justo se alza por el horizonte. Tal punto, también
llamado Centro Galáctico, se halla localizado justamente entre las
constelaciones de Escorpio y Sagitario. Por el contrario, 30º Tauro
(ubicado entre Tauro y Géminis) define el eje opuesto, el cual apunta
hacia las regiones exteriores de nuestra galaxia. Tal distribución irá
variando con el tiempo, a causa de la órbita de nuestro sistema solar
alrededor del centro galáctico. Constituye una órbita que se completa en
aproximadamente 240 millones de años y la cual define aquel que
podríamos llamar el Gran Año Sagrado. Sin embargo, podemos estar seguros
que las constelaciones, tal como las observamos hoy en día,
permanecerán prácticamente invariables durante los próximos cien años
sagrados (2.6 millones de años solares).
El año sagrado de cinco estaciones
SIN EMBARGO, NO todas las culturas
dividieron el ciclo de precesión en cuatro estaciones, sino que también
hubo algunas que lo hicieron en cinco, obteniendo cinco eras de poco más
de 5000 años cada una. Entre tales culturas encontramos la maya, inca y
la aborigen australiana.
No es una división en cuadratura sino en
quintil. Cada 73 días, el Sol se desplaza 72 grados para definir un
quintil, el ángulo de un pentágono. ¿Porqué algunas culturas decidieron
utilizar dicho ángulo, en vez de los 90º definidos los dos solsticios y
equinoccios que separan las cuatro estaciones del año?
En astrología, cuando dos o más planetas
se hallan en quintil significa que sus energías se han armonizado, que
se han integrado como resultado de un proceso de maduración evolutiva
llevado a cabo a lo largo de muchas vidas. Constituye una armonización
cuya vibración resultante suele ser expresada de manera creativa, dado
que el quintil está vinculado al planeta Venus, que rige el proceso de
creación y crecimiento. Así, cada 584 días, Venus se coloca entre
nosotros y el Sol. De esta manera se forma el llamado ciclo sinóptico de
Venus. Podríamos decir que Venus nos besa, pues en ese instante se
coloca a la menor distancia posible de nosotros. Cada ocho años, dicho
fenómeno se repite cinco veces, dado que 584 x 5 = 8 años. Ese
movimiento nos dibuja una flor de cinco pétalos, a la cual llamo «la
Flor de Venus». De ahí que tanto la geometría del pentágono como del
pentáculo estén vinculada a dicho planeta.
El planeta Venus rige el proceso de
crecimiento armónico en la naturaleza. Rige la proporción y el
equilibro. No debe extrañarnos que sus ritmos vengan marcados por la
serie de Fibonacci. Recordemos que dicha serie se obtiene de sumar un
número con el anterior, obteniendo: 0, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21,… (Dado
que 0+1=1, 1+1=2, 1+2=3, 2+3=5, etc.). De esa manera, Venus da 13
vueltas al Sol al tiempo que la Tierra da 8. En esos ocho años, el Sol,
la Tierra y Venus se habrán alienado un total de 5 veces.
En el tiempo, la serie de Fibonacci la
encontramos, por ejemplo, en la pauta reproductiva de las abejas y de
los conejos. En el espacio, la encontramos en el número de oro, también
llamado proporción áurea o phi (?), que rige la Naturaleza. La serie de
Fibonacci tiende justamente a phi de manera que: 8/5?13/8?21/13?… = ?.
Por ello, tampoco debe extrañarnos que el pentágono y el pentáculo
expresen phi en la proporción definidas por sus vértices.
Como expresión de ese pentáculo tenemos
la mano, con sus cinco dedos y con la proporción áurea de nuevo presente
en la distancia definida por las falanges de cada uno de ellos. De ahí
que la mano, al igual que el quintil, constituya la expresión de nuestro
potencial creativo, de nuestra capacidad por imitar a la
naturaleza. Dicha creatividad se rige por la influencia venusiana.
El invierno del que salimos
DURANTE EL INVIERNO de la consciencia
del que salimos, Occidente, en su intento por alcanzar la
espiritualidad, se alejó de la Madre Tierra para centrarse únicamente en
la adoración a su expresión complementaria: la del Padre Cielo. En el
intento posterior de la ciencia por comprender esa misma naturaleza de
la cual se había alejado siglos atrás, se la profanó hasta casi
destruirla. La religión de occidente la negó primero y su ciencia
intentó someterla después. Veamos cómo sucedió todo ello.
A medida que el colapso de su imperio
militar se hizo más evidente, Roma intentó reciclarse como imperio con
la fe con una religión (la cristiana), la cual había adoptado
oficialmente en el año 313 d. C. Roma tomó así el mensaje de amor de
Jesús; pero, por intereses políticos, muchas veces se vio forzada a
leerlo al revés, no como mensaje de A-M-O-R, sino de R-O-M-A. Se vio
forzada a tergiversarlo, para que este pudiera satisfacer sus intereses y
aspiraciones políticas.
Entre dichas tergiversaciones tenemos la
de asociar tanto el pentáculo como Venus y el rostro de Pan con el
Diablo. Por regir el mundo natural, el paganismo europeo asociaba el
pentáculo a Pan, dios griego de la naturaleza. Pero durante la Edad
Media europea (s. V al XV) dicho dios cayó en desgracia. Fue un intento
romano de desprestigiar las creencias paganas que aún perduraban, al
competir estas contra la nueva fe. Esto sucedió a pesar de que, según la
Biblia, Jesús dijo: «Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana» (Apocalipsis 22:16) o Pedro escribió: «hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones» (Segunda de Pedro 1:19).
La negación del mundo natural constituyó
un intento para alcanzar la divinidad, al negar tanto nuestra parte
material como la femenina. Se habló del Padre en el Cielo; pero se obvió
a la Madre en la Tierra. Se habló del ave que nos permite alzar el
vuelo; pero a la serpiente que se arrastra por el suelo se la equiparó a
Satanás. Se idealizó el mundo de arriba, y se estigmatizó el mundo de abajo.
Este último fue llamado “el Infierno”, lugar desolador al que las almas
en pena van para vivir en sufrimiento durante el resto de la eternidad.
Las sacerdotisas, seguidoras de la Diosa y sanadoras con plantas,
fueron acusadas de brujería. Como resultado, se calcula que nueve
millones de mujeres europeas acabaron en la hoguera.
No obstante, muchas son las cosmovisiones que nunca percibieron el mundo de abajo de esa forma, sino que lo vieron como realidad complementaria a la del mundo de arriba: la realidad del Cielo. Vieron como de la intersección entre el Cielo y el Inframundo surgía el mundo intermedio
que habitamos, por lo que ninguno de los dos podía ser negado o
despreciado. Y mucho menos debía ser estigmatizado, pues para ascender
al Cielo uno debe primero descender a los Infiernos. Para que a uno le
abran las puertas del Paraíso, debe primero descender al Averno y
expresar compasión hacia las almas atrapadas en los lugares más oscuros
de la corteza terrestre. Uno debe traer luz a esos espacios oscuros para
ayudar a la liberación de las almas que allí moran.
De todas las cosmovisiones que
comprendieron esa complementariedad entre los dos mundos, tres
definieron eras de poco más de 5.000 años. Esas culturas fueron: la inca (andina), la anáwak
(mesoamericana) y la aborigen australiana. Dicho ciclo surge de partir
el ciclo de precesión en los cinco pétalos definidos por la Flor de
Venus para que cada 5.000 años pudiera emerger un nuevo Sol, nacer un
nuevo mundo o adentrarse en un nuevo sendero del soñar. Esto no
significaba que el anterior mundo fuera destruido, sino que cambiaba la
frecuencia vibracional del planeta y del Sistema Solar.
Para los incas y los mayas (anáwak), estamos terminando justo ahora el cuarto Sol y entrando en el quinto. Para los aztecas (anáwak)
finalizamos el quinto para regresar de nuevo al primer Sol de un nuevo
ciclo. Se habla del sexto Sol, pero resulta más correcto hablar del
primer Sol (mes sagrado) de un nuevo ciclo (año sagrado), pues ir
sumando soles más allá de los cinco que posee un ciclo es erróneo y es
el resultado de la influencia ejercida por poseer una percepción lineal
del tiempo. Entre los aborígenes australianos se dice que el Sistema
Solar entra en un nuevo Dreamtrack o sendero del soñar cada 5.000 años. Es decir, al igual que los incas y las diversas culturas mesoamericanas del anáwak,
los aborígenes australianos también notaron que dicho periodo de tiempo
cambiaba la frecuencia vibracional de la Tierra. Ellos han notado que
el Sistema Solar, en su tránsito alrededor de la galaxia, entra en un
nuevo sendero del soñar cada dicho periodo de tiempo. Esto equivale al
inicio de un nuevo sueño.
La alegoría del sueño nos permite
comprender por qué la memoria histórica del ser humano es de entre 5.000
mil y 6.500 años. La razón es que, al cambiar de sueño, olvidamos
aquello que estábamos soñando antes, cambiamos de mitote o dreamtrack.
Los meses sagrados
PARA EXPLICAR EL concepto de mes
sagrado, debemos recuperar las cuatro estaciones del ciclo de precesión,
delimitadas por los dos equinoccios y los dos solsticios del ciclo.
Actualmente, nos encontramos en el equinoccio que marca el tránsito del
invierno a la primavera de la consciencia. Al invierno que acabamos de
vivir se le llamó Edad de Hierro en la tradición griega, o Kali Yuga
(Era Oscura) en la tradición hindú. Según el hinduismo, entramos en
él tras la muerte de Krishna en el año 3112 a. C. Por aquel entonces la
constelación de Tauro amanecía por el horizonte durante el equinoccio
vernal del 21 de marzo. De ahí que Krishna recibiera los nombres de Govinda o Gopala, en
alusión a su función como cuidador de vacas. Después de Tauro entramos
en Aries, cuyo símbolo ya no es el toro, sino el carnero. No debe, pues,
extrañarnos que el Antiguo Testamento de la Biblia, escrito durante
dicha era zodiacal, ya no utilice la alegoría de la vaca, sino la de la
oveja y del rebaño. Por ejemplo: «Porque así ha dicho Jehová el Señor:
He aquí yo, yo mismo iré a buscar mis ovejas, y las reconoceré»
(Ezequiel 34:11). En cambio, el Nuevo Testamento se escribió durante la
era zodiacal de Piscis, de ahí que Jesús tuviera como discípulos a
pescadores, que multiplicara peces y que aquellos primeros cristianos se
identificaran dibujando un pez sobre la arena. Finalmente, tampoco debe
extrañarnos que el nombre utilizado en la Biblia para referirse al
regreso del Mesías, que ya no se dará durante la Era de Piscis sino la
de Acuario, sea el del hijo del hombre, por ser Acuario el único signo
del zodiaco que no viene representado por un animal, sino por un ser
humano.
Después de Acuario vendrá Capricornio, seguido de Sagitario y después de Escorpio. Y entre Sagitario y Escorpio se halla Ofiuco,
la treceava constelación de la Eclíptica, reconocida por la Unión
Astronómica Internacional cuando en 1930 redefinió los límites de cada
constelación. Ofiuco posee forma de serpiente y define el
centro de la galaxia, el Gran Sol. Si consideramos esa 13ª constelación
estaríamos en el verano del alma cuando Ofiuco amaneciera por el horizonte durante el equinoccio vernal.
En cuanto a las articulaciones, poseemos
tres en cada brazo (hombro, codo y muñeca) y tres en cada pierna
(cadera, rodilla, tobillo). De manera similar, las doce constelaciones
del zodiaco se agruparon en torno a cuatro elementos: tres de fuego (Aries, Leo y Sagitario), tres de agua (Cáncer, Escorpio y Piscis), tres de aire (Géminis, Libra y Acuario) y tres de tierra
(Tauro, Virgo y Capricornio). Los elementos constituyen las cuatro
extremidades del cuerpo celeste, cada una con sus tres articulaciones. Ofiuco, la treceava constelación, simboliza el cuello, que nos une a la cabeza, al centro de la galaxia.
Cuando, hace aproximadamente tres mil
años, los babilonios dividieron la Eclíptica en doce constelaciones
idénticas de 30 grados cada una (la creación de los 12 signos del
zodiaco), lo que hicieron fue proyectar una realidad que nada tenía que
ver con aquella que podía observarse en el cielo. Por comodidad,
dividieron el cielo en base a las tres falanges de cada dedo que pueden
contarse con el pulgar, sumando un total de 12 falanges.
Los babilonios utilizaban un sistema en
base 60, que obtenían al contar con el pulgar de una mano las doce
falanges de los cuatro dedos restantes, mientras que a cada vuelta
sacaban un dedo con la otra mano. El resultado era 12×5=60. Así
dividieron su mundo. Dividieron la Eclíptica en doce meses y el día en
12 horas diurnas y doce horas nocturnas. Pero esa división del año en
12, cuando en realidad en un año caben 13 lunaciones, fue como
considerar un cuerpo sin cabeza. Un cuerpo que poseía 12 articulaciones;
pero le faltaba la treceava: aquella que corresponde a la cabeza.
Ahora que la Unión Astronómica
Internacional reconoció que el Sol cruza las doce constelaciones del
zodíaco más una treceava llamada Ofiuco (la cual corresponde justamente
al centro de la galaxia), se nos está dando una oportunidad de añadirle a
ese cuerpo su cabeza. Cuando así lo hagamos, podremos volver a ver, a
oler, a degustar, a escuchar…, todas son facultades que manifiestan sus
centros de percepción justamente en la cabeza.
El día sagrado
MUCHAS FUERON LAS culturas que también
se percataron de que existía otro ciclo menor, al que llamaremos día
sagrado. Este rige el auge y declive civilizacional. El ciclo dura
aproximadamente 13 000 lunaciones, o para ser más exactos, 12 863 lunas
llenas; sumando un total de 1040 años. Esto constituye el periodo de
sincronización entre el año solar (365,242264 días), la lunación
(29,530589 días) y el día. Por tratarse del equivalente del día, el
ciclo se compone de una fase diurna que dura aproximadamente 520 años y
de otra fase nocturna de igual duración.
Decíamos que el día sagrado rige el auge
y declive civilizacional. Pues bien, de la misma forma que cuando el
sol amanece en una parte del planeta y en la otra parte cae la noche,
dicho ciclo también acontece de manera diferente según la cultura.
Algunas culturas entrarán en su día civilizacional al mismo tiempo que
otras verán caer sobre ellas la noche.
El día sagrado lo observamos en el mito
del ave Fénix: renace de sus cenizas 500 años después de su muerte, vive
otros 500 años y vuelve a lanzarse ella misma a la pira funeraria. El
mito fue heredado por los antiguos griegos del Bennu egipcio.
También lo encontramos en otras culturas, como la persa. El mito hace
referencia a los 500 años de luz o esplendor que suele experimentar una
civilización, tras los que entra en declive para no volver a emerger
hasta 500 años después.
Para los hebreos, mil años constituyen un día de Yahveh,
que es el resultado de elevar al cubo (3 dimensiones) las diez unidades
del sistema decimal (10 dedos). Para ellos simboliza el número de la
perfección, aquel que completa un ciclo.
Los incas consideraron que cada 500 años tenía lugar un pachacuti menor. La palabra pachacuti significa tiempo-espacio (“pacha”) girado del revés (“cuti”). Con cada amanecer y atardecer se da también un pachacuti,
pues la luz da paso a la oscuridad y viceversa. De ahí que el día
sagrado también se rija por esa misma alternancia, que marca las fases
entre la luz y la oscuridad. Ellos consideraron que el ciclo de 5000
años se dividía en diez pachacutis: durante cinco de ellos
entrábamos en un periodo de oscuridad o de anochecer civilizacional,
mientras que los otros cinco constituían el amanecer o auge
civilizacional. Entonces, tal y como ya vimos, con el décimo pachacuti (10×500 años) la humanidad entraba en un nuevo Sol, en un periodo que iba a regirse por una cualidad vibratoria distinta.
Del Anáwak nos llega la
identificación de dicho ciclo con dos acontecimientos celestes muy
concretos. Por un lado, la sincronización entre los ciclos de los
planetas menores (Mercurio, Venus y Marte) con el Sol, que tiene lugar
cada 468 años (52×9). Por otro lado, 1040 años (52×20) eran los que se
necesitaban para sincronizar el calendario solar vago (sin año bisiesto)
con el calendario tonal de 260 días (Tonalpowalli). Y en
tercer lugar, 2080 años (52×40) constituyen el periodo de sincronización
de la salida de Venus como lucero de la mañana con el ciclo solar. Es
decir, Venus amanecerá como lucero de la mañana en un cierto día del
año, después de 260 días se esconderá tras el Sol y, aproximadamente 50
días después, se mostrará como lucero del anochecer. Pues bien, 2080
años después, Venus volverá a amanecer como lucero de la mañana en esa
misma fecha del año.
La hora sagrada
468 ES EL resultado de multiplicar 52×9,
mientras que 520 es el resultado de multiplicar esa misma cifra por 10.
1040 se obtiene al multiplicar esos 52 años por 20, y 2080 de
multiplicarlos por 40. De ahí extraemos otro ciclo sagrado, al que
llamaremos hora sagrada de 52 años.
Esto constituye los llamados fuegos nuevos,
una medida temporal que de nuevo está vinculada al planeta Venus. Ya
conocemos el ciclo que realiza Venus. El periodo de 260 días fue muy
importante entre las diversas culturas mesoamericanas del Anáwak. Constituye el Tzolq’in maya o el Tonalpohualli azteca.
El periodo de 52 años es el tiempo que
se necesita para que el ciclo de 260 días y el ciclo anual de 365 días
(calendario vago) se sincronicen. Tras 52 años solares, se habrán
cumplido 73 ciclos de 260 días. Pero para que se sincronicen esos
ciclos, no con el calendario vago de 365 días, sino con el rectificado
que tiene en cuenta los años bisiestos, se requieren 52×20=1040 años;
es decir, un mes sagrado.
Por lo tanto, las horas sagradas nos
ayudan a determinar ciclos de acontecimientos trascendentes. Por
ejemplo, entre los años 1968 y 1972 se dieron toda una serie de
acontecimientos de gran relevancia. Durante esos años, los pilares sobre
los que se había constituido la era de 5125 años, que ahora termina, se
fueron integrando (ver artículo Los Pilares de una Nueva Era).
Si a esas fechas les sumamos 52 años, nos da 2020-24. Es previsible que
durante dichos años se manifiesten con mayor claridad los pilares de la
Nueva Era en la que estamos entrando ahora; mientras que los de la
antigua irán sufriendo un acelerado proceso de desintegración,
transmutación o pérdida de importancia. Esto sucederá previsiblemente
durante los años inmediatamente anteriores al 2020, es decir, en el
transcurso del periodo de ocho años que va del 2012 al 2019.
Lectura complementariaSi deseas conocer la aplicación práctica de dichos ciclos la tienes en tres artículos, que son:- “Ciclos Cósmicos y Eras”, artículo que habla sobre todo del año sagrado.
- “Los Pilares de una Nueva Era”, artículo que nos habla de la estación, día y hora sagrada.
- “La Profecía” artículo que nos habla del día sagrado.
Notas a pie:
GHB - Información difundida por http://hermandadblanca.org/
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