El conejo encerrado.
“Una mañana nos regalaron un conejo de Indias. Llegó a casa enjaulado. Al mediodía, le abrí la puerta de la jaula. Volví al anochecer y lo encontré tal como lo había dejado: jaula adentro, pegado a los barrotes, temblando del susto de la libertad.” (Eduardo Galeano)
Una
mañana nos regalaron la libertad, nos abrieron los ojos, nos
despertaron el corazón, nos reconciliaron con la vida, nos hicieron caer
en la cuenta de que el cielo y el sol eran nuestros, de que todos los
hombres y mujeres éramos hermanos y hermanas, de que la tierra es firme y
el cielo es azul. Complejos de años desaparecieron, prejuicios se
esfumaron, miedos huyeron, cadenas y barrotes y cerrojos cayeron de un
golpe seco sobre el suelo frío del calabozo. Había llegado el día con el
que tanto habíamos soñado. Se había colmado el calendario arañado a
rayas en las paredes de la cárcel. Se abrió la jaula y se hablaron el
aire de dentro y de fuera que eran uno.
Pero
el conejito de India no salió. Quedó acurrucado en el rincón más lejano
a la puerta. Aún se le había hecho el calabozo más pequeño, pues no se
atrevía ni a acercarse a la puerta por miedo a salir. Temía el espacio
abierto. Temía el mundo incógnito. Temía la libertad. Estaba pidiendo
con su postura encogida y mendicante que volvieran a cerrar la puerta
para sentirse seguro, que lo protegieran con los barrotes, que le
echaran el cerrojo, que le dieran la comida programada a la hora
establecida, que limpiaran la jaula con cuidado y apagaran a tiempo las
luces. Quería seguir viviendo como siempre había vivido.
La seguridad seduce y engaña. Quédate donde estás. No cambies. No abras
la puerta. Y a ser posible, ni la ventana. Que no entren aires nuevos,
que no se oigan ruidos extraños. Una idea nueva es la mayor amenaza. El
riesgo de la aventura paraliza al conejito de Indias. También paraliza
la mente, la imaginación, la voluntad de quien no quiere arriesgarse y
por ello no quiere pensar. El deseo de seguridad puede ser tan grande
que llegue a justificar la cárcel. El conejito no quiso salir.
Cárcel
de pensamiento. Barrotes de costumbre. Cerrojos de rutina. Tanto más
peligrosos cuanto más invisibles. Tanto más esclavizantes cuanto más
tiempo llevan. El conejo de Indias había nacido en cautividad. No
conocía campos y prados, no sabía la alegría de perderse entre la
hierba, de saltar matas, de buscar compañía, de saberse miembro y amigo
de otros como él. Solo conocía la seguridad monótona del piso cuadrado
de su celda. Pequeña soledad de paredes iguales. Y allí prefería seguir
antes que lanzarse a la selva de ruidos que sonaba de lejos. ¡Por
piedad, dejadme en mi rincón!
Allí
te dejaremos, conejito querido, si así lo quieres. No te desterraremos a
un mundo hostil, si no estás preparado para él. Te cuidaremos y
guardaremos mientras quieras. No te empujaremos a salir por la puerta
abierta. Pero sí aprenderemos de ti la lección de nunca acostumbrarnos
tanto a los barrotes que cuando los quiten no queramos salir.
Carlos G. Valles.
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