El Cielo esta Abierto - Activación de la Glandula Pineal (Libro) de Freisa Castro




Más de diez años viviendo en las montañas del desierto de Atacama no han logrado que deje de sorprenderme cada día con las enseñanzas que la naturaleza entrega. Desde mi llegada he podido observar los cambios que, sutiles en apariencia, se producían en el paisaje y en el clima. Recuerdo la primera vez que contemplé esos parajes altiplánicos, rodeados de "cerros tutelares" de nieves eternas.

Su belleza sobrepasaba mi capacidad de asimilación.

Durante los primeros años de vida en esos lugares era difícil afrontar las bajas temperaturas, que llegaban fácilmente a los 15 grados bajo cero y, en ocasiones, hasta los menos 20 grados en las noches; bastaba que el sol se ocultara para que el frío comenzara a hacerse sentir. En ese tiempo usaba tenidas
térmicas de alta montaña y botas para nieve en el invierno. Era la única forma de resistir para quien venía de la benevolente y cómoda vida ciudadana.

Hoy el paisaje es diferente, aunque no por eso menos bello; sin embargo, resulta casi paradójico describirlo como un lugar de cerros de colores, que con la salida y puesta del sol se encienden en tonalidades oro, a veces violeta, a veces rosa, donde la nieve es sólo un recuerdo que llega en medio del invierno para coronar las cimas. El calor suave de las alturas se ha intensificado y el tostado natural de mi piel, obtenido en forma gradual, ha sido reemplazado por manchones enrojecidos, cada vez que olvido protegerme con blusas de manga larga o sombreros de ala ancha.

El "invierno boliviano" que llegaba a regar copiosamente los contrafuertes cordilleranos, donde pastan los llamos y corderos, se ha vuelto caprichoso y sin aviso se ausenta por años para llegar de improviso, corto y avasallador, interrumpiendo caminos e inundando las casas de las comunidades indígenas que habitan el lugar. Los ritmos de la naturaleza parecen haber perdido su norte, así como, ahora en otras latitudes, las ballenas varan en las orillas desconocidas.

Nada es como hace diez años; también el tiempo está jugando a acelerarse sin cambiar la frecuencia de los minuteros del reloj. ¿Cómo puede pasar? En medio del tráfago de la ciudad se puede culpar al sistema imperante que nos obliga a realizar cada vez más trámites, pero en la naturaleza, donde el ritmo de vida se parece día tras día, sólo queda la posibilidad de aceptar que las actividades cotidianas ya no caben en las horas de antes. Incluso los niños sienten esta aceleración, desmintiendo la aseveración de que con el paso de los años al hombre se le acorta el día, creyendo que el tiempo pasa más rápido que antes.

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FUENTE http://www.elsecreto-lda.com.ar

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