La Piedra y el Árbol
Había una
vez un sabio que vivía en Abdadam, cuyo refugio estaba siempre rodeado
de discípulos, gente que había llegado desde muy lejos y desde cerca
para escuchar su sabiduría y tratar de adquirir conocimientos y
realización espiritual.
A veces les hablaba; otras veces no. A veces les leía libros; en otras les daba actividades a realizar.
Los discípulos trataron,
por décadas, de entender el significado de sus palabras, de penetrar en
la profundidad de sus signos y de sus símbolos, y en todas formas
posibles, de estar más cerca de su sabiduría.
Aquellos que entendían lo que él enseñaba eran los que no consumían su tiempo tratando de analizar el porqué de todo.
Cultivaban la paciencia y la atención, evitando ver por asociaciones verbales de libros y de frases citadas.
El resto, la gran mayoría
–como es común–, estaban a veces excitados, a veces deprimidos, pero
siempre codiciosos aunque fuera de sabiduría o de aquello que
consideraban que era su propio bienestar. Tenían toda clase de excusas
para su modo de pensar y actuar, excepto las verdaderas.
Finalmente, luego de muchos años, uno de este grupo cobró ánimo para abordar al sabio directamente y le dijo:
“Hay algunos de nosotros,
Oh Sabio, que hemos estado tratando de seguir el Camino del Conocimiento
durante toda nuestra vida. Nos estamos haciendo viejos y sentimos que
debemos decirte desde lo más profundo de nuestro corazón que necesitamos
más indicaciones acerca de cómo deberíamos proceder”.
El Viejo Sabio suspiró largamente y contestó:
“Vengan conmigo a la orilla del mar, y les mostraré algo que les dirá todo, pero no sé si están en condiciones de oírlo”.
En la playa cubierta de
piedras, los cantos rolados llegaban y se alejaban involuntariamente con
el incesante vaivén de las olas, en medio de un sordo tronar submarino.
El Viejo tomó una del agua y preguntó al discípulo:
“¿Cuánto tiempo ha estado esta piedra aquí?”
El hombre dijo:
“Está bastante gastada, y empequeñecida; debe haber estado rolando de aquí para allá por muchos milenios”.
“Ahora”, dijo el Sabio, “tómala, pártela y dime qué encuentras”.
Rompieron la piedra y vieron que adentro había más de lo mismo de lo que había fuera.
“Observen” dijo el
Sabio, “que a pesar de haber estado sumergida en el océano por
incontables años, la médula de esta piedra está tan seca como si nunca
hubiera estado siquiera cerca del agua.
Ustedes, gente, son como esta piedra.
Rodeados
de sabiduría, con vuestra necedad impiden que ella los penetre. Pero hay
un talismán que permitirá que la cualidad transformadora se difunda en
lo más profundo de vuestro ser, a diferencia de esta piedra, que no
tiene oportunidad alguna.
Esta cualidad es la
contención de los impulsos y pareceres personales, la constancia en el
trabajo y la honestidad para consigo mismos y para con el objeto de su
búsqueda; estos tres elementos ustedes los llamarán tres cualidades
separadas, pero en realidad son una sola”.
Luego, llevó a sus
seguidores hacia una colina que daba al mar, en donde a pesar de la
aridez del lugar, en medio de las nómadas dunas de arena, un magnífico
árbol se elevaba hacia el cielo.
“Este árbol”, dijo, “puede vivir y crecer alto y lleno de ramas y frutos en donde ningún otro puede hacerlo.
Esto es posible para él
solamente porque ha hecho valiosos esfuerzos, signados por la cualidad
interior de la semilla que le dio nacimiento, para penetrar
profundamente en la tierra a fin de encontrar agua, hasta llegar a la
fuente de vida, el manantial que corre oculto, por debajo de toda esta
aridez.
Aprendan la lección, mis amigos”
Así como soy existo.
¡Miradme!
Esto es bastante.
Si nadie me ve, no me importa,
y si todos me ven, no me importa tampoco.
Un mundo me ve,
el mas grande de todos los mundos: Yo.
Si llego a mi destino ahora mismo,
lo aceptaré con alegría,
y si no llego hasta que transcurran
diez millones de siglos,
esperaré...esperaré alegremente también.
Mi pie está empotrado y enraizado sobre granito
y me río de lo que tu llamas disolución
por que conozco la amplitud del tiempo.
Walt Whitman.
Versión de León Felipe
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