Alquimia Interior


FUENTE http://alcione.cl
Todo aquel que desee comprender el Zen no debe perder de vista en ningún momento que se trata de la vía abrupta. El Zen, por cuanto niega que el hombre tenga que conquistar una liberación o que tenga que elevarse en forma alguna, no podría admitir que su condición pueda ir mejorando poco a poco hasta llegar a ser por fin normal. El acontecimiento del satori no es más que un instante entre dos períodos de nuestra vida. Se asemeja a la línea que separa una zona de sombra de una zona de luz, no tiene más existencia real que esa línea. 0 bien veo las cosas tal como son, o. bien las veo como no son. No existe período alguno durante el cual yo vería poco a poco la Realidad del Universo.
Pero aunque la noción de progresividad no esté en relación con la Realización misma, aunque la transformación sea rigurosamente abrupta, el Zen enseña que esta transformación está precedida por cambios sucesivos en las formas de nuestro funcionamiento interior. Decimos sucesivos y no progresivos para recordar que esta evolución que precede al satori no corresponde a una aparición gradual de la Realidad, sino a simples cambios graduales de las modalidades de nuestra ceguera.
Una vez recordado claramente este punto, es interesante que pongamos nuestra atención en esta evolución gradual (pero no progresiva) que precede al satori. A medida que se profundiza nuestra comprensión o vista penetrante observamos que nuestra vida interior espontánea – emociones e imaginaciones – se modifica. Tú te conviertes en aquello que piensas, dice la sabiduría hindú. Esta modificación evolutiva es comparable a la destilación que, aplicada a un cuerpo cualquiera, lo purifica, lo sutiliza. Cuando se destila una maceración de frutas y se obtiene de ella el alcohol, la modificación del producto primitivo consiste en una rarificación cuantitativa y una exaltación cualitativa. Hay menos materia, pero la materia es más fina; hay menos fuerza grosera – el alcohol es menos pesado que los frutos de donde ha sido extraído – pero existe una mayor potencia sutil: la ingestión del alcohol produce efectos que la ingestión de frutas no podría producir. Las destilaciones sucesivas acentúan esta modificación de las sustancias tratadas. La alquimia de la Edad Media, con sus retortas, sus alambiques y su búsqueda de la quintaesencia, era una representación simbólica del proceso interior que estamos estudiando. Cuanto más se sutiliza una sustancia, menos perceptibles a la vista son sus características esenciales: el aspecto visible del fruto evoca claramente lo que dará al ser consumido; el alcohol, por el contrario, aunque posee una fuerza acumulada, se presenta en un aspecto más borroso. La palabra sutilizar, en el lenguaje corriente, significa hacer desaparecer, La sutilización es también, como hemos dicho, una purificación. La sustancia más sutil es, al mismo tiempo, más simple.
La comprensión evolutiva representa una destilación de nuestro mundo interior, es decir, de nuestro material de imágenes. Hay purificación, sutilización, simplificación, de este material y, correlativamente, de todos nuestros procesos imaginativo-emotivos. Este proceso de destilación que se debe al trabajo de la intuición intelectual corresponde a la idea de que nuestra evolución interior justa no destruye nada pero lo realiza todo. La aparente muerte del hombre viejo no es en realidad una destrucción. Cuando extraigo el alcohol del fruto, no destruyo su esencia, la purifico, la concentro, la realizo. Hay muerte aparente porque hay disminución de lo visible, de lo perceptible por los sentidos y la mente; pero nada ha sido destruido por el hecho de que cese de existir la creencia en la realidad de una percepción. La realización del ser humano lleva consigo la desaparición de la ilusoria realidad de las imágenes percibidas por los sentidos y la mente.
La condición del hombre desde su nacimiento es sentirse fundamentalmente insatisfecho. Cree que le falta alguna cosa, lo que él es y lo que él tiene no le conviene. Espera otra cosa, una verdadera vida; busca la solución de su pretendido problema; reivindica tales y cuales situaciones en la existencia. No hay que destruir esa actitud reivindicadora que engendra todos nuestros sufrimientos, hay que completarla. Todos nuestros afectos individuales derivan de nuestro apego central a la imagen de nuestro ego, a la imagen de yo-en-cuanto-distinto por asociación identificadora entre una imagen particular y esta imagen general. Mientras más se profundiza mi comprensión, más se anulan estas asociaciones. Mi apego se purifica, se sutiliza, se concentra: se vuelve menos y menos aparente, más y más no-manifestado. La reivindicación apegada no disminuye ni un solo átomo antes del satori, pero se purifica y se realiza a medida que se aproxima el instante de la transformación abrupta donde se conciliarán apego y desapego.
Mi amor propio es un aspecto de mi actitud reivindicadora. El también se purifica a medida que yo comprendo. Parezco más modesto a quienes me observan desde afuera. Pero comprendo muy bien que no es así. Mi amor propio se vuelve cada vez más sutil y concentrado de suerte que se lo ve menos. Se realiza tendiendo, en un sentido hacia el cero de la perfecta humildad y, en otro sentido, hacia el infinito no-manifestado de mi dignidad absoluta.
La angustia que está asociada a la reivindicación egotista experimenta la misma modificación gradual. Es un grave error creer que la comprensión pueda agravar la inquietud del hombre. Las falsas informaciones, al introducir en nuestra mente creencias apremiantes, pueden aumentar nuestra angustia. Pero la intuición de la verdad la sutiliza, por el contrario, disminuyendo su aspecto manifestado y aumentando su aspecto no-manifestado. La angustia profunda, de la que derivan todas las angustias particulares manifestadas, no disminuye un átomo antes del satori, pero es gradualmente más no-manifestada. El practicante del Zen, a medida que evoluciona (sin progresar), siente cada vez menos angustia. Cuando ella ha llegado a ser casi totalmente no manifestada, el satori está próximo.
La agitación interior del hombre traduce el conflicto existente entre el movimiento vital, por una parte, y el rechazo de la limitación temporal que condiciona este movimiento, por otra. Colocado ante su vida tal como esta es, el hombre la desea y al mismo tiempo no la desea. Esta agitación se purifica a medida que la comprensión produce la disminución del rechazo con respecto a la limitación temporal. El movimiento vital no es alcanzado, en tanto que disminuye lo que se le opone. De tal modo este movimiento se purifica: la agitación desaparece, nuestra máquina funciona cada vez mejor.
La evolución que estamos estudiando supone – ante todo – la sutilización de nuestro material de imágenes. Ellas pierden poco a poco su aparente densidad, su ilusoria objetividad. Se tornan más sutiles, más amplias, más generales, más abstractas. Su poder de hacer surgir nuestra energía vital en contracturas emotivas disminuye. Todo el proceso imaginativo-emotivo pierde su intensidad, su violencia. Nuestro film imaginativo presenta menos contrastes, nuestro ensoñar interior se alivia.
Se puede considerar que el satori es un despertar, ya que nuestra condición actual – con respecto a ese despertar – es una especie de dormir en el que nuestro pensamiento consciente es el sueño. Hay algo verdadero en esta manera de ver, pero esto encierra una trampa en la que puede caer nuestra comprensión. Siempre soy propenso a querer representarme las cosas y a olvidar que el satori – acontecimiento interior inimaginable – no puede ser asimilado analógicamente a nada de lo que yo conozco. De tal modo, tengo tendencia a suponer una analogía entre el satori – despertar definitivo – y el despertar que experimento todos los días cuando paso del sueño a la vigilia. En esta ilusoria analogía reaparece de manera insidiosa la concepción progresiva. Así como mi despertar común me parece un progreso en relación con mi sueño, el satori sería un super despertar, un despertar verdadero, un progreso supremo en relación a mi estado de vigilia actual. Así como mi despertar común me devuelve una consciencia de la que carecía mientras dormía, el satori me habrá de dar una super consciencia que me faltaría ahora. Esta concepción falsa – puesto que estoy de toda la eternidad en el estado de satori y puesto que, a pesar de las apariencias, no me falta nada – entraña ideas equivocadas acerca del proceso interior que precede al satori-acontecimiento. Entre el dormir profundo y la vigilia, paso por el estado del dormir con sueños. La aparición de la actividad consciente, en el curso del dormir, avanza en el sentido del despertar: cuanto más sorprendente, emocionante, urgente e ilusoriamente objetivo sea el sueño, más próximo estoy al despertar. Siguiendo mi falsa analogía progresista puedo llegar a creer que el satori ha de estar precedido de una exacerbación de mi pensamiento consciente, de mi film imaginativo. Creo que una hiperactividad mental, en el éxtasis o en la pesadilla, al llegar a un punto crítico de tensión, obtendrá el estallido de la última barrera y la entrada en un estado de super consciencia cósmica. Todo esto está en completa contradicción con la concepción abrupta del Zen. Observemos cómo se vuelve a encontrar, en esta quimera progresista, la identificación egotista que entraña la ilusoria adoración de nuestro consciente. Nuestro universo imaginario interior, centrado en nuestro ego, pretende que es el universo. El consciente que fabrica ese universo se asimila en esta forma a la Mente Cósmica, y entonces no es sorprendente que contemos con ese consciente para conquistar la Realización.



En realidad, durmiendo o en vela, estoy desde ahora en el estado de satori. Sueño y vigilia entran por igual en este estado. El estado de satori desempeña, en relación con el dormir y la vigilia, el papel de una hipóstasis que los concilia. Sumergidos en lo intemporal, dormir y vigilia son dos modalidades extremas del funcionamiento de mi organismo psicosomático, extremos entre los cuales oscilo. Entre el dormir profundo y el estado de vigilia, el dormir soñando ocupa una posición intermedia, que supone proyección sobre la base del triángulo de su límite superior. De ahí la sabiduría trascendental del sueño. Su pensamiento simbólico, en el que se expresan las situaciones de nuestro microcosmos particular desprovistas de toda ilusoria objetividad del mundo exterior, es actualmente en nosotros el único pensamiento capaz de ver determinadas cosas tal como son. Por eso, el pensamiento del sueño se expresa de manera simbólica, ya que las cosas-tal-como-son no pueden ser expresadas adecuadamente de manera directa.
En esta perspectiva correcta, tratemos de concebir cómo se traduce en nuestro consciente, en nuestro sueño despierto, la evolución gradual no-progresiva que precede al satori. Nuestro sueño despierto, como todo en nosotros, se cumple gradualmente sutilizándose, lejos de hacerse más terminante, más aparentemente real, más alucinante. Se aligera, por el contrario, se hace menos opaco, menos denso, más volátil; es menos adhesivo, menos viscoso.
Las cargas afectivas que llevaban imágenes disminuyen, nuestro universo interior se iguala. Bajo ese sueño despierto cada vez más liviano, nosotros cumplimos con mayor plenitud el dormir de nuestra condición egotista actual. En resumen, la ejecución de nuestro pensamiento consciente se aproxima, en cierto sentido, al dormir profundo. Y al mismo tiempo que nuestro pensamiento consciente se aproxima al dormir, se diferencia de éste desarrollando hasta el máximo sus posibilidades intelectuales sutiles. Hay aproximación real en lo no-manifestado, alejamiento aparente en lo manifestado. Según el aforismo hermético: Lo que está arriba es como lo que está abajo; lo que está abajo es como lo que está arriba.
La actividad imaginativa se sutiliza y tiende hacia la no-manifestación, aun cuando la mente se mantiene despierta, es decir, continúa funcionando. Una concentración sobre nada se desarrolla por debajo de la atención siempre captada por las imágenes. Mi estado se asemeja entonces al del sabio distraído; pero, a la inversa del sabio que está distraído porque su atención está concentrada en algo que tiene forma, yo estoy distraído porque mi atención está concentrada sobre algo in-formal, ni concebido ni concebible.
Todo el proceso imaginativo-emotivo se aligera. Esto se traduce por el hecho de que me siento dichoso sin motivo aparente. No soy dichoso porque la existencia me parezca buena sino que la existencia me parece buena porque soy dichoso. La evolución que precede al satori no implica exacerbación de la angustia sino, por el contrario, un alivio gradual de la angustia manifestada. Un equilibrio neutralizador de angustia fundamental precede al instante en que veremos directa y definitivamente que nuestra angustia ha sido siempre ilusoria. Esto enlaza con la idea de que nuestra nostalgia de la realización desaparece a medida que nos acercamos al asilo del reposo.
Los occidentales tienen frecuentemente dificultad en comprender la expresión de Gran Duda de que se sirve el Zen para designar el estado interior que precede inmediatamente al satori. Piensan que debe ser el colmo de la incertidumbre, de la inquietud y, por lo tanto, de la angustia. Y es precisamente lo contrario. Intentemos ver con claridad este punto.
El hombre viene al mundo con una duda con respecto a su ser y esta duda domina todas las reacciones del mundo exterior. Aunque muchas veces no me dé cuenta de ello, la pregunta: Soy o no soy? está detrás de todos mis esfuerzos: busco una confirmación definitiva de mi ser en todo lo que investigo.
Mientras esa pregunta metafísica está identificada en mí con el problema de mis éxitos en el plano material, mientas debato esa cuestión en la Manifestación, la angustia me domina a causa de mis limitaciones
temporales, porque la pregunta formulada así, está siempre amenazada por una respuesta negativa. Pero a medida que mi comprensión se profundiza y mi representación imaginativa del universo se sutiliza, se va deshaciendo la identificación entre mi duda metafísica y la eventualidad de mi fracaso temporal; mi angustia disminuye. Al final de este proceso de destilación, la duda se ha hecho casi perfectamente pura.
La Gran Duda, al mismo tiempo que pierde todo carácter angustioso, es el colmo de la evidencia, evidencia sin objeto formal, tranquilidad, paz: El sujeto tiene entonces la impresión de vivir en un palacio de cristal, trasparente, vivificante, exaltador y real; y al mismo tiempo, es como un idiota, un imbécil. La famosa e ilusoria pregunta: Soy o no soy?, al purificarse se anula y, por fin, voy a escapar a su fascinación, no con una solución satisfactoria del problema sino con la evidencia de que no ha habido jamás problema.
Observemos por fin cómo este proceso evolutivo que sutiliza nuestro mundo interior modifica nuestra percepción del tiempo. Nosotros creemos en la realidad del tiempo porque esperamos una modificación de nuestra vida en el mundo de los fenómenos, capaz de colmar nuestra falta ilusoria. Cuanto más sentimos la nostalgia de un llegar a ser, más dolorosamente nos hostiga este problema del tiempo. Nos reprochamos porque dejamos escapar el tiempo, por no saber aprovechar los días que pasan. A medida que mi impulso hacia el llegar a ser se sutiliza en mí, convirtiéndose cada vez más en no-manifestado, se modifica mi percepción del tiempo. Aunque manifestado en mi vida cotidiana, el tiempo se me escapa cada vez más y dejo que se me escape dándole cada vez menos importancia. Mis días están cada vez menos llenos de cosas que yo pueda decir, de las que pueda acordarme. Paralelamente, siento disminuir mi impresión del tiempo perdido; cada día me siento menos frustrado por la marcha inexorable del reloj. Y en esto, como ocurre con todo, cuanto menos me esfuerzo en alcanzar, más poseo. Aclaremos, sin embargo, que no se trata de una posesión positiva del tiempo sino de una disminución gradual de la impresión punzante de no poseerlo. En los momentos de la Gran Duda no poseemos el tiempo de ninguna manera, pero no se nos escapa porque ya no lo reivindicamos. Y esta suspensión del tiempo anuncia nuestra reintegración a la eternidad del instante.
Ya hemos dicho que nuestra percepción de un objeto exterior es la percepción de una imagen mental que se produce en nosotros estimulada por el objeto. Pero, detrás del objeto exterior y de la imagen interior, hay una percepción única que los une. En el universo todo es energía vibratoria. La percepción del objeto se produce por una combinación unificadora de las vibraciones del objeto y mis propias vibraciones; esta combinación sólo es posible porque ellas son de una misma esencia. La combinación manifiesta esta esencia única bajo la multiplicidad de los fenómenos. La imagen perceptiva se produce en mí, pero esta imagen se inicia en el Inconsciente o Mente Cósmica, que no tiene residencia particular, sino que reside lo mismo en el objeto percibido que en mí percibiéndolo. La imagen mental consciente es individualmente mía, pero la percepción misma que es el principio de esta imagen no es ni mía ni del objeto; en esta percepción no existe ninguna distinción sujeto-objeto: es hipóstasis conciliadora que une sujeto y objeto en una síntesis ternaria. Sin embargo, todas las percepciones del mundo exterior no provocan en mí el satori. Por qué? Porque actualmente mi imagen mental consciente acapara toda mi atención; este aspecto puramente personal de la percepción universal me fascina, a causa de mi creencia de que las distintas cosas son. Todavía no he comprendido con todo mi ser la afirmación de Hui-Néng: desde el comienzo, ninguna cosa es. Yo creo todavía que esto es esencialmente distinto de aquello; soy parcial. En mi ignorancia, las múltiples imágenes que son los elementos de mi universo interior son claramente distintas y se oponen las unas a las otras. Cada una de ellas se define ante mis ojos por aquello en que difiere de las otras. En esta perspectiva ninguna imagen puede representar anónimamente, al igual que cualquier otra, la totalidad de mi mundo interior. Es decir, ninguna imagen es Yo sino solamente un aspecto del Yo. En tales condiciones todo ocurre, como si no se realizase unión alguna, a través de la percepción, entre yo y no-yo, sino solamente una identificación parcial. Como el yo no está integrado, sólo se identifica parcialmente con el no-yo. Y la revelación de la identidad total, o sea el satori, no se produce.
Esta revelación sólo se hace posible al término del proceso de sutilización simplificadora. Cuando más se sutilizan mis imágenes, más se diferencia su distinción aparente. Yo continúo viendo en qué se diferencian unas de otras, pero cada vez veo menos oposición en estas diferencias. Todo pasa como si yo presintiese la unidad debajo de la multiplicidad. Las oposiciones discriminativas se hacen cada vez menos manifestadas. Ninguna unidad verdadera se realiza en mi universo interior con anterioridad al satori, pero, a medida que la multiplicidad se hace no-manifiesta, mi estado interior tiende a la simplicidad, la homogeneidad, la unidad matemática (que no hay que confundir con la unidad metafísica o primordial). Al producirse la imparcialidad ante mis imágenes, se produce la integración del yo. La identificación parcial con los objetos exteriores disminuye; me siento cada vez más distinto del mundo exterior. El proceso que precede a la identificación total no consiste en un aumento progresivo de la identificación parcial, sino, por el contrario, en su desaparición gradual. Para emplear una expresión espacial, diremos que el yo manifestado se va reduciendo y tiende hacia el punto geométrico sin dimensión. A medida que tiendo hacia el punto, mi representación del mundo exterior tiende, así mismo, hacia el punto. Todo sucede como si se purificase una zona medianera de interpretación entre el yo y el no-yo, como si el yo y el no-yo estuvieran cada vez más separados al mismo tiempo que disminuye su oposición aparente. Así como dos hombres enemigos, a medida que desaparece su odio, se sienten cada vez más extraños el uno al otro, y al mismo tiempo desaparece su oposición.
Al final de esta evolución gradual, mi universo interior alcanza la homogeneidad en la que no desaparecen las formas, sino la oposición de las formas.
Todo se convierte en lo mismo. Y entonces una imagen cualquiera puede representar adecuadamente la totalidad de mi universo interior. Me ha hecho capaz de experimentar, en una percepción, no ya solamente una identificación parcial con el no-yo sino mi identidad total con él. Todavía es necesario que se manifieste el no-yo; y esto es lo que ocurre en esta percepción liberadora a los que han experimentado el satori. Ante el yo integrado en una totalidad no manifestada aparece el no-yo totalmente integrado en un fenómeno que lo representa. Entonces surge la percepción en la que se manifiestan a la vez, sin discriminación de ninguna especie, la totalidad del yo y la del no-yo. La totalidad del yo se hace manifiesta pero en la unidad en que todo se concilia y en la que el yo parece destruirse en el instante mismo en que se realiza.
Hubert Benoit
Extractado por Carmen Bustos de
Hubert Benoit.- La Doctrina Suprema.- Mundonuevo

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